martes, 21 de diciembre de 2010

HORACIO CAVALLO


UN CAPÍTULO DE LA NOVELA OSO DE TRAPO (TRILCE, 2008)
Y DOS POEMAS INÉDITOS DE DESCENDENCIAS

IV

Abuela subió a traerme el almuerzo. Se quedó esperando que limpiara el plato. Tiene miedo. Dice que si se va voy a tirar la comida por el espacio que hay entre las celosías, que más de una vez encontró gusanos cerca de la ventana.

Como sin ganas. Busco formas amontonando los granos de arroz. Ella espera, balanceándose al borde de la cama. Nunca deja los dedos quietos la abuela. A veces se tironea el índice con la ayuda del resto. Otras entrelaza ambas manos y hace girar los pulgares. Me entretiene observar esa especie de molinito que forma con los dedos.

–Dios te va a ayudar –dice, prácticamente dándome la espalda. Entonces interrumpe el molino y se persigna diciendo cosas que no alcanzo a oír del todo bien. Primero en la frente, luego en el rostro y al final en el pecho, hasta que se besa el pulgar.

Me tranquiliza un poco todo eso, aunque sigo sin hambre.

Desde que la abuela me contó que Dios es un hombre enorme que abarca el ancho y el largo del cielo dudo antes de hacer cada cosa. Sé que está ahí arriba, mirándonos, ideándonos un destino cualquiera a su antojo. También yo lo hago en cierta medida un ratito antes de ponerme a dibujar. Me entusiasma la idea de que puedo elegir absolutamente qué cosa dibujar y qué destino imponerle. Hay días que por miedo a estar siendo observado o porque son esos días en los que ando bondadoso y bien dormido dibujo a Selva, a la abuela y al abuelo juntos, sonriendo, sentados en el patio tomando el té. Pero otras veces miro hacia el techo desafiante y me largo a dibujar al abuelo sin ninguna de las dos piernas, en pedazos, con la boca abierta, bien abierta, como los ojos.

Selva dice que dios está muerto. Me pidió que jamás se lo diga a la abuela. Ella moriría del disgusto o la mataría a cinturonazos. Eso mismo, que dios está muerto, que apenas hizo al hombre se murió de tristeza. Lo cuenta apesadumbrada, con lágrimas en los ojos, como si ella misma le hubiera dado muerte, o como si lo hubiera amado hasta los huesos mientras vivía. Y tiene casi doce años Selva, y anda llorando a Dios por las esquinas, mientras vende empanadas.

–Tenés que comer –dice la abuela–, que ya lo dijo el médico. Estás piel y huesos.

Después me toma la fiebre. Cuando me lleva la palma a la frente siento muy claro su olor. Podría reconocerlo con los ojos vendados. Igual que el del abuelo o el de Selva. A menudo jugueteo y cierro los ojos cuando vienen subiendo la escalera. Hablo para mí mismo para no escuchar nada y poder descifrar de quién se trata a través del olfato.

En el olor de la abuela predomina la humareda de las frituras. El del abuelo es un olor ácido y dulzón. Selva huele a desinfectante porque pasa las mañanas fregando los pisos mientras abuela hace girar el dedo húmedo en el borde de la masa para empanadas.

Pienso en los olores mientras amontono los granos de arroz formando un barquito sencillo. Quiero saber a qué se parece el olor de Dios, esté vivo o muerto.

La abuela al final se cansó. Dijo que ya hacía rato que estaba papando moscas y que no probaba la comida, así que se me acercó, consiguió sacarme la cuchara y la llenó hasta el borde. Esperó que abriera la boca pero me opuse. Junté ambas hileras de dientes y esperé. Me golpeó la boca con la cuchara y los granos de arroz se desparramaron en la cama. Como abrí la boca para quejarme aprovechó para meterme un puñado de granos de arroz a la fuerza.

–Si no comés voy a llamar a tu abuelo.

El abuelo es el que se encarga de hacer cumplir las normas en el caserón. A la abuela, con mucho esmero se la puede convencer, es posible llegar a ese corazón del tamaño de una nuez que bombea alocado debajo de su escote y conseguir que desista. El abuelo tiene el corazón del tamaño de los carozos de aceituna, y es tan espesa la capa de piel y grasa que lo cubre que no hay nadie ni nada que pueda conmoverlo. Selva, por el contrario, tiene el corazón cosido a la piel del pecho y del tamaño de un pomelo. Cuelga el enorme corazón que golpea las costillas. Basta estornudar para llegar al corazón de Selva. Ella va a dar vuelta la casa hasta encontrar el más perfumado de los pañuelos.

Al final la abuela se sale de sí misma. Deja el plato en el piso y se acerca a la escalera. Llama al abuelo, lo llama sin gritar pero con un dejo de cansancio en la voz. Me cubro hasta la cabeza con la frazada. Oigo la pierna del abuelo trepando la escalera, siento cómo la abuela me mira con algo parecido a una sonrisa, a la victoria. Entonces me doy cuenta que nada de todo eso es nuevo. Que otras veces, que cada día, la abuela me sostiene las piernas y el abuelo me abre la boca a la fuerza, obligándome a tragar la comida que el médico asegura puedo comer, previamente pisada, por un tenedor que me entristece el resto del día, de solo verlo, ahí, sobre la mesa de luz.

Midas

Mi mujer, la sirvienta, dos vecinas,
la heladera, el portón, y los espejos,
El parral, el jarrón, los diarios viejos,
el rosal, el malvón, las cinacinas.

Las latas de ananá, las de sardinas,
los anteojos y los catalejos.
El balcón, el parqué, los azulejos,
y un blister olvidado de aspirinas.

Todo se vuelve barro con el tacto.
El método es de Apolo. Lo delata
su venganza anterior, más redituable.

Dejo el fangal oscuro, irrespirable,
y me baño en el Río de la Plata,
volviéndolo marrón con el contacto.

II
Dionisio lo premió con un deseo
por su hospitalidad. Él pidió oro.
No escuchó hablar de Icaro o del toro
con cuerpo de hombre que mató Teseo.

Quiso volver dorado el Mar Egeo
-La historia no lo cuenta pero un coro
de borrachos se la ha enseñado a un loro
que la repite por Montevideo-.

pero se volvió viejo en el intento,
atorando palomas con miguitas
de diez quilates en alguna plaza.

Perdido todo: la mujer, la casa
sentado silba a puro descontento
haciendo de las lágrimas pepitas.

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